Esta semana mientras conversaba con una compañera de trabajo, observé una reacción en ella que me motivó a escribir este artículo.
Mientras proyectabamos nuestra agenda de trabajo de repente ella toma su celular y lo lanzó hacia su escritorio y así misma en voz alta expresa: “por qué tengo que estar revisando mi celular si no ha sonado?”
Ese interrogante hizo que autoanalizara mis acciones diarias y realmente no puedo decir con certeza cuántas veces reviso mi teléfono, pero me da vergüenza reconocer que quizá sobrepase el promedio que oscila entre 80 y 110 veces por día.
Me gusta el argumento del Papa Francisco en su exhortación apostólica “EVANGELII GAUDIUM” en el cual expresó: “La humanidad vive en este momento un giro histórico… este cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.”
No cabe duda que vivimos en una era increíble en la cual tenemos acceso a la información con solo un clic o un pulgar. Hoy sin movernos de lugar podemos saber en tiempo real que está sucediendo al otro lado del mundo y lo mejor de todo es que podemos tener acceso a un banco de información casi infinito solo con un pequeño dispositivo que cabe en nuestro bolsillo.
No obstante, nos hemos sumergido en una peligrosa corriente de tecnología y conocimiento tan abundante que aunque parezca extraño, toda esa cantidad de conocimiento e información antes que bien nos han hecho daño como sociedad.
Para enfocarme en un solo aspecto, la avalancha de aplicaciones móviles que a través de nuestros dispositivos reclaman nuestro interés nos han convertido en una especie de zombies con mentes dispersas. Estar saltando a cada momento entre las diferentes aplicaciones del celular exige un funcionamiento que a nuestro cerebro le cuesta afrontar, pues ahora tenemos que hacer como de costumbre nuestras tareas cotidianas, pero hay algo que reclama nuestra constante atención: el celular o Smartphone. Podría decirse entonces que es algo así como que estamos concentrados pero distraídos.
Ah!, pero no es solo eso, sino que también ahora debemos enfrentarnos a interminables horas de entretenimiento y distracción. No creo que alguien dude que todo este desarrollo tecnológico nos ayuda a “vivir mejor”. pero como dijera el escritor y filósofo Henry David Thoreau: “Casi todas las personas viven la vida en una silenciosa desesperación”
Aunque parezca extraño, estudios han demostrado que el comportamiento de revisar y usar compulsivamente el celular y estar en las redes sociales es producto de una vida desesperada. El hecho de revisar nuestro celular una y otra vez en búsqueda de gratificación aunque esa búsqueda sea inconducente, es motivo suficiente para volver a intentarlo una y otra vez.
Las pequeñas o grandes dosis de información, el deseo de ser “likeado” generan dopamina y eso es lo que hace que seamos obstinados y sin darnos cuenta nos hemos vuelto adictos a la pantalla del celular y se dice que las sensaciones que esto produce son iguales a las sensaciones que le producen las drogas alucinógenas al drogadicto. Esto nos debe hacer reflexionar.
¿No me crees? – Entonces qué pasa cuando escuchas esa notificación en el celular? – Dime que no sientes ese impulso de revisar, esa “necesidad” de leer en ese mismo instante el mensaje? – Pues bien, eso en cierta medida es una adicción, es como si tu cerebro silenciosamente entrase en “modo desesperación” y te está obligando a tomar tu celular y revisarlo.
No dudo que la tecnología y en especial el teléfono celular es algo maravilloso y que puede ayudarnos a hacer nuestras vidas mucho más productivas, sobre todo nuestro entorno laboral. Pero así de maravilloso es esto que puede ser motivo de idolatría y es eso lo que precisamente nos está impidiendo vivir fructíferamente incluso desplazando las relaciones personales o como se dijera “face to face”.
Y no, no estoy exagerando, porque esto es notorio en la forma de jugar de nuestros hijos, no salen a jugar a la calle con otros niños porque es mejor y más emocionante los videojuegos en la habitación y mejor cuando son multijugadores en red. Nosotros los adultos por ejemplo, antes que tener conversaciones reales mejor nos decantamos por los mensajes de WhatsApp, o qué decir de las felicitaciones de cumpleaños, si todo es tan impersonal, ya no se comparte ni una pinche torta.
Como si esto no fuera suficiente, está esa vida ambigua en las redes sociales que impulsada por nuestros deseos innatos de ser amados, apreciados y aceptados pueden producir relaciones poco saludables. Muchos hemos caído en la trampa de medir nuestro valor o la calidad de nuestra relaciones a través de los famosos “me gusta”, pero eso solo demuestra que tan desesperados estamos de que el otro nos acepte, sin entender que esa mentalidad solo nos aleja de relaciones personales auténticas y nos introduce en el mundo de las relaciones frágiles.
Qué decir del floreciente narcisismo digital colectivo y todo ello gracias a las famosas “selfies”. Lo sorprendente de esto es que personalmente he visto fotos de gente que luce hermosa en las redes sociales, pero en persona, ay Dios mio!. Para que tanto filtro? – Cuando dejamos de aceptarnos como Dios nos creó?
Está comprobado que al hacer una selfie y mostrarla en las redes sociales estamos buscando la aprobación y el reconocimiento de amigos y seguidores, con la intención de aumentar nuestra autoestima y la consideración por parte de los demás. El asunto es que muchas veces nos estamos engañando a nosotros mismos exhibiendo una vida feliz, dejando ver una imagen y un estilo de vida que no es cierto, una vida en silenciosa desesperación.
Estoy convencido que todos continuaremos sintiéndonos inclinados hacia los avances tecnológicos, sobre todo por los buenos celulares, sin embargo hay que tener claro que como la mayoría de las herramientas se pueden usar para bien también para mal, y depende de cada uno de nosotros desde su individualidad aprender a aprovechar los recursos que nos brindan estos avances para hacer de este mundo un lugar mejor, saliendo del estado de vida silenciosa y desesperada a una vida de uso de los dones y capacidades dadas por el creador para el bien de la humanidad.