Hay momentos en la vida en los que el silencio se vuelve más elocuente que mil palabras. Momentos en los que, sentados frente al espejo de nuestra alma, reconocemos una verdad que hemos estado evitando: no todo lo que amamos nos conviene, y no todo lo que deseamos nos pertenece.
Escribo estas líneas con el corazón en la mano y la certeza de quien ha caminado por el desierto emocional hasta encontrar su propio oasis. Porque sí, mi ciclo contigo ha terminado. No con gritos ni portazos, sino con la serenidad de quien finalmente entiende que amar también significa saber cuándo soltar.
Ya no tengo nada más que ofrecerte, y no es porque me haya quedado vacío, sino porque he aprendido que dar desde el agotamiento es como regar una planta con agua salada: por más que lo hagas con amor, termina marchitándose. Me he dado cuenta de que mis últimas palabras hacia ti han sido más reclamos que caricias, más reproches que sonrisas. Y eso, amor, no es lo que ninguno de los dos merecemos.
No quiero seguir en una relación que me roba la paz. ¿Sabes qué se siente? Es como vivir en una casa hermosa, pero con las ventanas cerradas. Por fuera todo parece perfecto, pero por dentro te ahogas lentamente. Me he dado cuenta de que una relación que causa más angustia que felicidad no es amor, es apego. Y el apego, por más disfrazado que esté de romanticismo, es una prisión dorada.
Tuve que enfrentarme a una verdad que dolía más que cualquier discusión: te idealicé. Te construí en mi mente como la protagonista de una historia que solo existía en mis sueños. Te otorgué atributos que, con el tiempo, descubrí que eran más míos que tuyos. Te amé no por quien eras, sino por quien necesitaba que fueras. Y eso, aunque suene cruel, no es amor verdadero.
Recuerdo las noches en las que me quedaba despierto, creando versiones de ti que encajaran con mis expectativas. Era como intentar resolver un rompecabezas forzando piezas que simplemente no pertenecían al mismo cuadro. Me convertí en arquitecto de castillos en el aire, y cuando la realidad soplaba, todo se desmoronaba.
Le di muchas oportunidades a esta relación porque me aferré a esos recuerdos dorados que guardaba como tesoros. ¿Recuerdas esa noche en la cama cuando reímos hasta que nos dolió el estómago? ¿O aquella en la que hablamos hasta el amanecer sobre nuestros sueños?. Esos momentos se convirtieron en mis anclas, pero también en mis cadenas.
Me aferré a la idea de un futuro contigo como quien se aferra a un salvavidas en medio de la tormenta. Pero a veces, el salvavidas se convierte en el peso que te hunde. A veces, soltar es la única forma de volver a flotar.
Y aquí estoy, alistando mis maletas para irme. No con amargura, no con resentimiento, sino con la gratitud de quien reconoce que cada experiencia, incluso las que duelen, nos enseña algo valioso sobre nosotros mismos. Me voy, como se deja ir una mariposa: con las manos abiertas y el corazón en paz.
Cierro este capítulo de mi vida como se cierra un libro que te ha enseñado mucho, pero que ya no necesitas releer. Con cuidado, con respeto por lo que fue, pero con la emoción de quien sabe que hay más historias por escribir.
Porque he comprendido algo fundamental: el amor no se pide y tampoco se debe forzar. El amor verdadero fluye como el agua, encuentra su cauce natural. Cuando tienes que suplicar por atención, cuando tienes que explicar por qué mereces cariño, cuando tienes que convencer a alguien de que te ame, entonces no es amor lo que estás viviendo.
Por eso tomo la decisión más valiente de mi vida: me voy de esta relación para enfocarme en la relación más importante del mundo, la relación conmigo mismo.
Porque al final del día, la persona con la que vas a despertar cada mañana por el resto de tu vida eres tú. La voz que va a acompañarte en tus momentos más oscuros es la tuya. Los sueños que vas a perseguir, los miedos que vas a enfrentar, las victorias que vas a celebrar, todo eso lo vas a vivir contigo mismo.
Es tiempo de conocerme sin el filtro de lo que otros esperan de mí. Es tiempo de amarme sin condiciones, de cuidarme como cuido a quienes amo, de ser mi propia compañía favorita.
Gracias por lo que fuiste en mi vida. Gracias por las lecciones, incluso las que dolieron. Pero sobre todo, gracias por enseñarme que a veces el acto de amor más grande es saber cuándo decir adiós.
Ahora, mi corazón tiene una nueva dirección: hacia adentro, hacia casa, hacia mí.