Hay una diferencia abismal entre amar a alguien y perseguir fantasmas. Me tomó años entenderlo, noches enteras de insomnio y un corazón que latía al ritmo del miedo para finalmente comprenderlo. Tenía tanto miedo de perderte que me olvidé de algo fundamental: para perder algo, primero tienes que haberlo tenido realmente.
Es una sensación muy extraña. Es como tomar arena entre los dedos: mientras más fuerte aprietas, más rápido se escapa. Así era mi amor por ti, una lucha constante contra la gravedad de tu indiferencia, una batalla que libré solo, en un campo de guerra donde tú ni siquiera sabías que había comenzado la pelea.
Recuerdo las madrugadas en las que revisaba mi teléfono esperando tu mensaje, como quien espera lluvia en el desierto. Recuerdo cómo mi estómago se contraía cada vez que veías mis mensajes y no respondías, cómo interpretaba cada gesto tuyo como si fuera un jeroglífico que contenía las claves de tu corazón. Vivía en un estado de alerta constante, como un soldado en territorio enemigo, sin darme cuenta de que el único enemigo era mi propia necesidad de tenerte.
Hasta que me di cuenta de que nunca fuiste realmente mía. Y no, no es una frase dramática sacada de una canción de desamor. Es la verdad más cruda y liberadora que he enfrentado. Nunca fuiste mía porque nadie puede ser de nadie. Porque el amor verdadero no es posesión, es elección. Y tú, mi querida alma libre, nunca me elegiste realmente.
Pero aquí viene lo que más me duele y a la vez me sana: tampoco sabes darles un lugar a las demás. No era solo conmigo. No era que yo fuera insuficiente o que hubiera algo fundamentalmente mal en mí. Era que tú, en tu esencia más pura y más complicada, eres como el viento: tocas todo, pero no te quedas en ningún lugar.
He visto cómo tratas a otras personas que te aman, cómo recibes su cariño como quien recibe un regalo que no pidió: con cierta incomodidad, con gratitud forzada, con la urgencia de devolverlo o guardarlo en un cajón donde no tengas que verlo todos los días.
Porque aunque mi corazón estaba contigo, el tuyo siempre estaba en otros lugares y con otras personas. No físicamente, no de la manera obvia que duele y se ve. Tu corazón estaba en el futuro que planeabas sin mí, en los sueños que tejías en solitario, en las conversaciones que tenías con personas que yo ni siquiera conocía. Estaba en todas partes, menos en el presente que compartíamos.
Era como intentar tener una conversación profunda con alguien que está viendo televisión: técnicamente estás ahí, pero tu atención, tu verdadera presencia, está en otra frecuencia. Y yo, ingenuo de mí, seguía hablando, esperando que en algún momento bajaras el volumen de tu mundo interno para escuchar el mío.
Porque así es tu esencia y nunca la vas a cambiar. Y sabes qué es lo más hermoso y terrible de esta revelación? Que no está mal. No eres una persona mala por ser así. No eres cruel por no saber amar de la manera en que yo necesitaba ser amado. Simplemente eres tú, con tu forma particular de moverte por el mundo, de relacionarte, de existir.
Algunos nacen para ser hogar, otros para ser camino. Algunos para quedarse, otros para enseñarnos a soltar. Y tú, mi amor imposible, naciste para ser viento. Para tocar vidas y seguir de largo. Para enseñarnos que no todo lo hermoso está destinado a quedarse.
Así que, en lugar de temer perderte, preferí quedarme quieto, en silencio. Fue la decisión más madura y más dolorosa de mi vida. Dejar de perseguirte. Dejar de intentar convencerte. Dejar de explicarte por qué merecía un lugar en tu corazón. Simplemente me quedé quieto, como quien se sienta a la orilla del río y deja que el agua fluya.
Y te vi perderme a mí. No con drama, no con reproches, no con la satisfacción vengativa de quien por fin tiene la razón. Te vi perderme con la tristeza serena de quien entiende que algunas historias no tienen el final que esperábamos, pero tienen el final que necesitábamos.
Te vi darte cuenta, poco a poco, de que ya no estaba corriendo detrás de ti. Te vi buscar mi mirada y encontrar solo calma. Te vi extrañar mi insistencia, mi presencia constante, mi amor incondicional. Porque aunque no supieras qué hacer conmigo, te habías acostumbrado a tenerme ahí, como una sombra fiel que nunca se cansa de seguirte.
Y en ese silencio, en esa quietud, encontré algo que no esperaba: me encontré a mí mismo. Descubrí que mi capacidad de amar no dependía de tu capacidad de recibirlo. Que mi valor no se medía por tu atención. Que podía ser completo sin ser correspondido.
Ahora entiendo que el amor verdadero a veces se parece más a soltar que a aferrarse. Se parece más a la paz que a la pasión. Se parece más a desear el bien del otro, incluso cuando ese bien no te incluye.
Gracias por enseñarme que no todo amor está destinado a ser vivido, sino que algunos están destinados a ser aprendidos. Gracias por mostrarme que puedo amar sin poseer, que puedo soltar sin resentimiento, que puedo perder sin perderme.
Y aunque ya no tengo miedo de perderte, tampoco tengo prisa por encontrarte de nuevo. Porque al final, el amor más grande que puedo darte es el regalo de mi ausencia, para que puedas seguir siendo viento sin la culpa de no saber quedarte.