¿Te has preguntado alguna vez cuándo fue la última vez que te sentaste a conversar contigo mismo? No me refiero a esa charla mental que tenemos mientras corremos de una responsabilidad a otra, sino a una conversación real, de esas que tienes con tu mejor amigo cuando necesita desahogarse.
Esta mañana, mientras tomaba mi café, me di cuenta de algo que me dejó pensando por horas. Llevaba días sintiéndome como un teléfono con la batería agotada, pero que sigue funcionando porque está conectado al cargador. Funcionando, sí, pero sin energía propia.
Vivimos en una cultura donde ser «buena gente» significa estar disponible las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Respondemos mensajes al instante, decimos «sí» antes de que terminen de preguntarnos, y cargamos con las emociones de medio mundo como si fuéramos una mochila humana.
Y no es que seamos masoquistas o que nos guste sufrir. Es que, en algún momento, aprendimos que nuestro valor como personas se medía por cuánto podíamos dar, por cuántos problemas podíamos resolver, por cuántas veces podíamos estar ahí cuando otros nos necesitaban.
Pero nadie nos enseñó que también nosotros nos hacemos falta.
¿Has notado cómo, después de ciertas conversaciones o situaciones, te quedas con una sensación extraña? Como si hubieras absorbido algo que no era tuyo. Las preocupaciones de tus hermanos, la ansiedad de tu mejor amigo, los dramas laborales que no te corresponden pero que de alguna manera terminan pesando en tu cabeza.
Es como si fuéramos esponjas emocionales, y después de un tiempo, necesitáramos exprimirnos para volver a ser nosotros mismos.
Recuerdo una época en la que llegaba a casa tan cargado de las emociones de otros que ya no sabía cuáles eran las mías. Me despertaba cansado, no físicamente, sino emocionalmente. Como si hubiera corrido un maratón en mis sueños.
Entonces aprendí algo revolucionario: está bien no estar disponible. Está bien poner el teléfono en silencio. Está bien decir «hoy no puedo» sin dar explicaciones elaboradas.
No es egoísmo, es supervivencia emocional.
Cuando me doy permiso de desaparecer un rato, no es porque me haya vuelto frío o indiferente. Es porque he entendido que para poder dar desde un lugar auténtico, primero necesito llenar mi propio tanque.
Mis «paseos conmigo mismo» no siempre son glamorosos. A veces es quedarme en pijama un sábado completo, viendo peliculas en Netflix que ya he visto mil veces. Otras veces es salir caminar sin rumbo fijo, dejando que mis pensamientos fluyan como el viento entre los árboles.
Y sí, a veces lloro. Lloro por todo lo que he callado, por las veces que dije «está bien» cuando no estaba bien, por esas heridas que siguen ahí, esperando pacientemente a que les preste atención.
Porque también tengo el derecho de no estar bien. De no responder con una sonrisa automática. De elegir el silencio antes que fingir una energía que no tengo.
En esos momentos de soledad elegida, hago inventario. ¿Qué partes de mí necesitan atención? ¿Qué sueños he postergado? ¿Qué conversaciones conmigo mismo he estado evitando?
Es como cuando limpias tu cuarto después de semanas de caos. Al principio se ve peor, porque sacas todo lo que estaba escondido, pero después… después respiras mejor.
Si estás leyendo esto y sientes que hace tiempo no te das un respiro real, esta es tu señal. No necesitas permiso de nadie para cuidarte. No necesitas justificar por qué necesitas tiempo contigo mismo.
La próxima vez que sientas que no estás para nadie, recuerda: no es que hayas cerrado las puertas al mundo. Es que has decidido abrir la puerta hacia ti mismo.
Y esa, créeme, es una de las puertas más importantes que puedes abrir.
Porque al final del día, la relación más larga que vas a tener en tu vida es contigo mismo. ¿No crees que merece un poco de atención?